El editorial de mayo, titulado “Tecnología y generación T”, ha tenido una abundante y repentina repercusión en prensa y radio, incluidos varios medios de alcance nacional. Y no es de extrañar, dado que se trata de un problemón que solo puede abordarse desde la familia y el colegio de forma analógica, es obvio. La generación T, recuerdo, es la que comprende a los nacidos desde 2010 hasta la actualidad. Dicho editorial terminaba así: “¿Cómo llamaremos a los nacidos de 2023 en adelante? Una dolorosa sugerencia: generación GPT. No contentos con haber delegado gran parte de la información en el exocerebro de internet y sus buscadores, acaba de irrumpir la inteligencia artificial generativa para robarnos el pensamiento. Es la cognición en la nube. Pintan bastos”1.
Pues bien, subamos la apuesta y abordemos otro problema emergente y particularmente siniestro. La voracidad de la tecnología de consumo parece no tener límites y ahora quieren asaltar nuestra identidad, tan maltrecha: esa identidad acrítica y polarizada por la monserga cotidiana de las consignas que llegan en el primer e-mail de la mañana a los portavoces de una clase política locuaz hasta la faringitis y rara vez elocuente; esa identidad afectada, falaz y distorsionada por los teléfonos inteligentes y las redes sociales; esa identidad paradójicamente arruinada por el egotismo aborregado. Esa y no otra.
Siendo como somos animales sociales, no es posible entender la identidad del individuo sin su interacción con el otro “gracias a la philía, que anhela la comunicación mediante la sympátheia, esa percepción afectiva en la que vivimos la otredad, la alteridad, en el ámbito de lo propio, de lo personal”, en palabras del sabio sevillano Emilio Lledó2. Somos los demás, dando y recibiendo a lo largo de nuestra biografía en constante evolución e invención y, aun así, somos singulares, pues la identidad es una realidad subjetiva. La construcción de la identidad arranca tan pronto comenzamos a adquirir el lenguaje, la más humana de nuestras funciones cognitivas que la tecnología está menoscabando1. Y es esta identidad, naturalmente propia, generosa, singular y subjetiva, hasta hace muy poco forjada a fuerza de voluntad, golpes, alegrías y penas, esta frágil identidad, la que está en riesgo.
El 28 de octubre de 2021 Facebook cambió de nombre pasando a llamar se Meta, una clara muestra de su ambición de ir más allá en las redes sociales, potenciar la inteligencia artificial y entrar en la Web3 y el metaverso. Luego hará dos años que llevan en ello y nadie sabe nada, ni Meta habla de Meta. Dos años jugando a eso que hacemos en las reuniones familiares de Navidad, pasándonos de uno a otro cualquier objeto a mano al que hay que dar alguna utilidad, por muy peregrina, estrambótica e improbable que sea. Algo pasa con Meta.
Lo de la Web3, descentralizada, es para echarse a temblar. Se fundamenta en blockchain, criptomonedas, videojuegos play to earn y plataformas NFT para comprar y vender fragmentos de lo que sea digitales, a ser posible en el metaverso, por supuesto. Si hasta ahora todo era gratis y nosotros éramos el producto, se pretende que, además de seguir siéndolo, trafiquemos con virutas digitales.
Lo del metaverso no es nuevo, claro. Aunque la idea de crear mundos virtuales es previa, el término aparece por primera vez en la novela Snow Crash, de Neal Stephenson, publicada en 19923; Second Life4 se fundó en 2003; y la primera referencia en PubMed (Web GIS in practice V: 3-D interactive and real-time mapping in Second Life) data de 20075. Mi primera experiencia con mundos virtuales fue en Second Life. Tras una tarde trasteando, me pareció una sandez supina y no volví hasta 2020, cuando, en plena pandemia COVID-19, estábamos mirando cómo organizar la Reunión Anual de la Sociedad Española de Neurología (SEN) de dicho año, nuestro primer congreso no presencial desde que la SEN se fundase en 1949. Nuevamente, tiempo perdido. Bueno, no tan perdido, pues me reafirmó en algo muy importante y clave que ya sabía y he adelantado antes: que lo primero es detectar la necesidad y luego la tecnología a emplear, y no al revés. Al final del editorial volveré sobre esto.
Quien más, quien menos, sabe o sospecha qué es el metaverso, pero creo necesario que el lector conozca la definición que ofrece la Wikipedia: “El metaverso es un universo posrealidad, un entorno multiusuario perpetuo y persistente que fusiona la realidad física con la virtualidad digital. Se basa en la convergencia de tecnologías, como la realidad virtual y la realidad aumentada, que permiten interacciones multisensoriales con entornos virtuales, objetos digitales y personas. (…) Es un entorno donde los humanos interactúan e intercambian experiencias virtuales mediante el uso de avatares a través de un soporte lógico en un ciberespacio, el cual actúa como una metáfora del mundo real, pero sin tener necesariamente sus limitaciones”3. Toma. ¿Qué relación guarda esta definición con la identidad, la Neurología y otras ciencias del cerebro? Toda.
Ando dándole vueltas al asunto desde 2017, cuando presenté una ponencia en la reunión del Grupo de Estudio de Humanidades de Historia de la Neurología, en el marco de la LXIX Reunión Anual de la SEN, que llevaba por título: “Sobre dobles y otros trastornos de la mismidad y la alteridad: del origen cultural a la huella cortical”. Acerca de los trastornos relacionados principalmente con la otredad/alteridad comenté los trastornos de la identificación delirantes por defecto (hipoidentificaciones, principalmente el síndrome de Cotard) y por exceso (hiperidentificaciones como el síndrome de Fregoli, la intermetamorfosis, los dobles subjetivos, la paramnesia reduplicativa, el fenómeno del reflejo en el espejo, los compañeros delirantes y la pluralización clonal del self, es decir, toda la filmografía de David Lynch). Y, sobre los trastornos relacionados principalmente con la mismidad corporal (trastornos de la cognición corporal y espacial que se manifiestan como fenómenos alucinatorios/ilusorios de la propia imagen corporal y la representación del sujeto/objeto en el espacio visoperceptivo) listé, de menor a mayor intensidad y en este orden: la experimentación de presencias, las autoscopias (clásica, negativa o asomatoscopia, invertida, interna, parcial y “otros síndromes tipo René Magritte”), la heautoscopia (el encuentro con el duplicado de uno mismo, el doppelgänger clásico, mito del romanticismo, luego facilitado por las corrientes filosóficas sobre el yo/no-yo, yo/superyó, yo/ello y el descubrimiento del inconsciente en el siglo XIX, cuestionándose así los límites entre lo humano y lo animal, el hombre y la máquina, la identidad y el ser/mismidad), las experiencias fuera del cuerpo y las experiencias cercanas a la muerte.
Son muchas las causas que, según la persona, el tipo e intensidad de la exposición y la fenomenología clínica (afecten a la mismidad o a la alteridad), pueden llevar a tan extraordinarios estados del yo/ellos: demencias, especialmente la enfermedad con cuerpo de Lewy; epilepsias, ictus, cirugía y mapeo cerebral, otras lesiones cerebrales y estímulos en localización estratégica; migraña; determinados tipos de música; parasomnias; psicosis y otros trastornos neurológicos de expresión psiquiátrica; sustancias (plantas, drogas enteógenas, fármacos); la oración contemplativa y la oración activa de los derviches sufíes, paradigma de las danzas rituales; amén de la meditación y demás formas de alcanzar estados extáticos, entre otras causas.
Entre otras causas como la realidad virtual y el metaverso: ese universo posrealidad, ese entorno multiusuario perpetuo y persistente que fusiona la realidad física con la virtualidad digital, ese oxímoron3.
Terminé la ponencia bailando los tangos que aún no se han compuesto, aventurándome en potenciales nuevos trastornos mediados por la realidad virtual, con especial preocupación y foco en la población más joven, a saber: aislamiento social (real, virtual o ambos), tecnoestrés (real, social o ambos), depresión (sin ir más lejos, tras ver la película Avatar: el sentido del agua)6, desidentificación, despersonalización, corporeización/avatarización, doppelgängerización y otros trastornos de la corporeidad, la mismidad y la alteridad emergentes, además de algunos de los exóticos síndromes neurológicos antes descritos.
Esto es cosa muy, muy seria y cada vez hay más datos. Se ha descrito una taxonomía de las experiencias de corporeización/encarnación/personificación virtual definiéndose un continuo/proceso que culmina en la avatarización completa7. Se sabe que en los entornos inmersivos el usuario es más cuidadoso con su avatar y asume menos riesgos en juegos en tercera persona (viendo su avatar) a medida que crece la complejidad gráfica del avatar y se parece más al usuario8. El riesgo es claro: un uso abusivo o la huida de una angustiada realidad al entorno virtual soñado pueden conllevar transferir la corporeidad, la mismidad y la relación con la alteridad de carne y hueso a un yo/no-yo digital cuyas consecuencias desconocemos, pero intuimos con total nitidez.
Creo que ningún lector de este editorial puede aceptar que la tecnología decida por él aquello que necesita para ser alguien o dejar de serlo. Se está llegando al límite de lo aceptable. Si detectamos una necesidad, ya echaremos mano de las herramientas tecnológicas que mejor nos la puedan resolver acorde a nuestras normas (en nuestro ámbito, pienso que la investigación y validación de las aplicaciones clínicas de las nuevas tecnologías debe ser liderada por quienes ejercen de la Medicina). No es deseable que los gigantes tecnológicos que monopolizan el mercado, las Big Tech, desarrollen sus juguetes, decidan luego para qué pueden servir y nos los quieran ahormar como una necesidad perentoria y bajo sus condiciones.
Las gafas de Google fracasaron. En relación con las nuevas gafas/escafandra de realidad mixta de Apple, confío en que lleven el mismo camino. Sobre el metaverso, el omniverso, otros ecosistemas digitales y las futuras ruedas de molino con las que nos querrán engatusar y hacer comulgar, deseo que les pase lo mismo. Con toda mi alma.
Se está jugando con fuego, con el cerebro humano, su grácil equilibro y sus delicadísimas funciones. Ya han descentralizado la información, han comenzado a hacerlo con el pensamiento y ahora van a por la identidad.
No lo podemos permitir y no lo van a conseguir.
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