Ser neurólogo especialista en trastornos cognitivos supone que en mi día a día esté en contacto con problemas de muy distinta índole, que afectan de manera muy diversa a personas a las que atiendo. Por la propia naturaleza de mi labor profesional, me enfrento a diario a la incertidumbre, al impacto que generan estas enfermedades tanto en las personas que las sufren como en su entorno, y a dificultades que van más allá de mis herramientas para intervenir como clínico. Con esto convivo, y entiendo que es la contrapartida a aquellos otros aspectos en los que siento que sí puedo ayudar. Los que hacen que sienta que todo eso tiene sentido, que sirve de algo, y que merece la pena.
Una de las labores fundamentales de los médicos en el proceso asistencial es la educación. Difícilmente vamos a conseguir que se forme una alianza adecuada entre los pacientes y nosotros en el camino diagnóstico y terapéutico, si no hemos sido capaces de entender las preocupaciones de la persona que atendemos, y si no somos capaces de transmitir la información de una forma adecuada para que sea comprendida. De esta forma, no es raro que nos encontremos con ideas parcialmente erróneas, creencias populares o problemas de comprensión derivados de las búsquedas previas en internet o en otras fuentes. Lo que no es tan habitual es que tengamos que llevar la contraria también a otros médicos.
Sin embargo, nunca imaginé que uno de los obstáculos que tendrían que afrontar, sobre todo mis pacientes, pero también yo como clínico, sería el cuestionamiento de la misma existencia de un trastorno que es frecuente, que tiene unas bases neurobiológicas conocidas, que es altamente hereditario, que se asocia a gran comorbilidad, y que en muchos casos puede diagnosticarse y tratarse de forma sencilla.
¿Nos resultaría chocante como médicos, pacientes o familiares, que se pusiera en duda la existencia de la migraña o de la enfermedad de Alzheimer? Por mencionar ejemplos de enfermedades que son comunes, que en ocasiones no son evidentes a simple vista, y que tradicionalmente se han diagnosticado clínicamente. Sí lo sería, pero eso por suerte no sucede habitualmente.
De forma opuesta, no existe ningún trastorno o enfermedad de los que yo atiendo que se ponga en duda tan a menudo como el trastorno por déficit de atención con hiperactividad (TDAH).
“Ahora todo el mundo tiene TDAH”, “Me han dicho que no tengo TDAH porque no tuve problemas para estudiar”, “Yo no quiero tomar medicación porque mi médico me ha dicho que son drogas muy peligrosas”, “Eso es una cosa de niños, y en adultos es muy raro”. Frases como esas repetidas hasta la saciedad son las que puedo escuchar habitualmente en la consulta y en ambientes no médicos cuando se habla de este trastorno.
El TDAH es uno de los trastornos mentales con una mayor heredabilidad, que se estima en torno al 80 % (su componente genético es similar al del trastorno bipolar, o a la estatura). Es frecuente, ya que afecta en torno al 2.5-3% de los adultos en las estimaciones más conservadoras, y, frente a la idea que pervive en algunas personas, no desaparece mágicamente al cumplir los 18 años (la mejoría sintomática sucede, siendo muy optimista en un 30-50% de las personas que lo padecen). Su causa última aún está por descubrir, pero se conocen y están bien documentados múltiples mecanismos neurobiológicos y genéticos implicados. Y, no menos importante, disponemos de tratamientos altamente eficaces para tratar sus síntomas, que dan lugar a respuestas favorables a terapias de primera línea en la mayoría de los pacientes, especialmente en un contexto de adecuada educación acerca del trastorno que posibilite un abordaje multimodal y un buen conocimiento de sus manifestaciones.
Y con todo esto, contrariamente a la creencia popular también entre médicos, no solo no existe sobrediagnóstico, sino que al menos en adultos sucede lo contrario: una proporción importante de personas que conviven con este trastorno recibe su diagnóstico en la edad adulta. De un trastorno común. Fácil de diagnosticar si simplemente se tiene en cuenta y hay una adecuada sospecha clínica. Con alta comorbilidad e impacto vital. Que mejora mucho con tratamiento.
Aunque dentro de la Neurología me dedico al deterioro cognitivo, no es común que en las unidades especializadas en ese tipo de trastornos se atienda también al TDAH en adultos. Tradicionalmente las demencias y otros trastornos degenerativos y el TDAH no suelen ser atendidos por los mismos profesionales. La historia de mi interés y experiencia con este trastorno comenzó por exposición repetida y por contigüidad con otras causas de síntomas cognitivos. Aunque no es de los simuladores más frecuentes, a lo largo de los años he ido encontrándome con casos en los cuales un TDAH nunca sospechado, y por tanto tampoco diagnosticado, ha planteado dudas diagnósticas con procesos degenerativos larvados. Fueron situaciones como esas las que generaron en mí inicialmente frustración por no haber pensado en ello, y posteriormente por no tomar parte tampoco en el proceso terapéutico una vez establecido el diagnóstico. De esta manera comencé a formarme específicamente en TDAH en adultos y a atender a pacientes de manera rutinaria en mi consulta especializada.
Conforme fui adquiriendo experiencia y atendiendo a un número mayor de casos, fue aumentando en mí la convicción de que, como neurólogos de adultos, debemos conocer bien el TDAH, y ser capaces de diagnosticar y atender adecuadamente a las personas que aquejan esta entidad tan común. Con frecuencia en Neurología se trata la cuestión del retraso diagnóstico cuando nos referimos a otras enfermedades, pues bien: los casos con mayor retraso diagnóstico que he conocido corresponden a algunos adultos o mayores con TDAH.
Para los síntomas principales del trastorno existen tratamientos farmacológicos que son habitualmente eficaces, y que comportan un perfil de riesgos y efectos secundarios mucho más favorable que la que su reputación les atribuye. No deja de ser paradójico que los mismos profesionales que manejan fármacos como los antipsicóticos en poblaciones ancianas se alarmen por fármacos mucho más seguros como lo son los que se usan para tratar el TDAH.
Aparte de sus síntomas principales de problema de atención con o sin hiperactividad e impulsividad, el TDAH acarrea una serie de complicaciones de las que no se habla tanto. Como consecuencia de sus manifestaciones cardinales y la disregulación emocional son comunes el fracaso educativo y laboral, problemas de autoestima y en las relaciones personales, conductas socialmente disruptivas, incomprensión, etc. Por este motivo las comorbilidades de salud mental son la norma y no la excepción: depresión, ansiedad, consumo de sustancias, entre las más comunes. Están presentes en la mayoría de los adultos con TDAH, sobre todo en aquellos no diagnosticados, y son tan frecuentes como un 70-90% de ellos. En estos casos, aún más, contar con un diagnóstico adecuado es clave, porque en ocasiones esos trastornos comórbidos no terminan de mejorar si no se identifica y trata adecuadamente el TDAH.
Teniendo en cuenta la frecuencia con la que el TDAH se asocia otros padecimientos de salud mental, no es de extrañar que esta patología haya sido atendida en adultos con frecuencia por psiquiatras. En ese sentido, resulta razonable y fundamental también la implicación de la Psiquiatría en la atención a este problema de salud. Más complicado de explicar me resulta que pacientes ya diagnosticados de niños y con un seguimiento y tratamiento por parte de Neuropediatría, a los dieciocho años vean interrumpido su seguimiento con Neurología o, aún peor, vean interrumpido su seguimiento completamente por parte de cualquier especialista.
El TDAH en personas adultas sigue siendo, a día de hoy, una de las condiciones neurológicas más incomprendidas. A diferencia de otras entidades comunes cuya existencia no se cuestiona, el TDAH se enfrenta a un escepticismo injustificado. Esta desconfianza, basada en creencias erróneas y estigmas presente en la población general, ha tenido como cómplice desgraciadamente en muchas ocasiones al colectivo médico. Y esto solo prolonga el sufrimiento de los adultos que lo padecen, muchos de ellos sin diagnosticar.
Sin embargo, el TDAH es un trastorno frecuente, con bases neurobiológicas y genéticas bien establecidas, que afecta al menos a un 2.5-3% de la población adulta. Lejos del mito del sobrediagnóstico, existe una notable infradetección, a pesar de contar con herramientas diagnósticas claras y tratamientos eficaces que mejoran significativamente la calidad de vida de los pacientes.
Ante esta realidad, es imprescindible repensar el rol de la neurología en su abordaje. Los neurólogos que nos dedicamos al deterioro cognitivo, en particular, estamos en una posición privilegiada para identificar el TDAH en adultos. Y, dando un paso más allá, también para tratarlo. El reconocimiento de esta responsabilidad no solo cerraría brechas en el diagnóstico, sino que contribuiría a desmontar el estigma que rodea al TDAH. Al fin y al cabo, comprender y tratar este trastorno no debería ser una excepción, sino una responsabilidad compartida por los distintos integrantes del sistema sanitario.
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