No corren buenos tiempos para la salud mental de los españoles. La psiquiatría y la salud mental tienen una complejidad mayor que otras disciplinas de salud, y para entenderlas hace falta un enfoque biopsicosocial. Pues bien, desde la dimensión social estamos viviendo una situación cada vez más convulsa. Desde 2008 hemos ido encadenando crisis tras crisis: la gran recesión, la pandemia, la guerra de Ucrania, la crisis migratoria, etc. con sus consecuencias directas sobre el contexto social, ya tensionado por otras tendencias más profundas que estaban forzando la capacidad de integración de nuestra sociedad. Me refiero, por ejemplo, al cambio tan profundo que está suponiendo el postmodernismo –con sus fenómenos asociados, tecnologías de la información, ideología de género, crisis religiosa, etc.– en una sociedad que, en esencia, había permanecido sin cambios fundamentales en la segunda mitad del siglo XX. No trato de hacer una crítica al postmodernismo, que sin duda habrá que hacerla, sino únicamente constatar que los cambios se han sucedido a una velocidad de vértigo, tensando nuestra capacidad de hacerles frente.
No obstante, quizá sea la pandemia que todavía estamos viviendo el hecho que más ha impactado recientemente en nuestra salud mental. El 31 de diciembre de 2019 se dio la noticia de la aparición en la ciudad de Wuhan (China) de una nueva enfermedad infecciosa causada por el coronavirus SARS-CoV-2, conocida como COVID-19. Esta enfermedad se extendió por todo el mundo, de modo que el 11 de marzo de 2020 la Organización Mundial de la Salud la declaró pandemia. Hasta la fecha, la COVID-19 ha afectado aproximadamente a 500 millones de personas en todo el mundo y ha causado más de 6 millones de fallecimientos. Los decesos en nuestro país, según las cifras oficiales, ascienden a más de 100.000 personas.
Por otra parte, las medidas de seguridad y confinamiento provocaron una crisis económica y social sin precedentes en cuanto a su magnitud y la rapidez con que se instauró. Todo ello se unió a un clima social de incertidumbre y temor, acrecentado por unas respuestas de las autoridades sanitarias dubitativas e incluso contradictorias, sobre todo en los primeros momentos. Además, era la primera vez que una sociedad tan global y mediática como la actual se enfrentaba a una pandemia universal, lo que tiene que ver, por ejemplo, con la velocidad de su expansión y con la exposición permanente a noticias de todo tipo, incluyendo un porcentaje nada desdeñable de noticias falsas.
No es de extrañar, por lo tanto, que la COVID-19 y el conjunto de fenómenos asociados hayan tenido un impacto notable sobre la salud mental de la población, un hecho que ya se había constatado históricamente en otras situaciones de pandemia o de catástrofe. Existen numerosos estudios que lo objetivan, tanto a nivel nacional como internacional, apreciándose un aumento significativo de cuadros de ansiedad, depresión, estrés postraumático, duelo, trastornos del sueño y otras manifestaciones psicosomáticas1,2. Las personas con determinada vulnerabilidad y con factores de riesgo son las que más han visto afectada su salud, tanto mental como física. Entre estos grupos vulnerables podemos destacar las personas mayores institucionalizadas o en situaciones de soledad, la población infantojuvenil, las personas con trastornos mentales previos, el personal de los equipos sanitarios, sociales, institucionales y comunitarios de respuesta, y las personas con condiciones de vida desfavorables.
Lo que no era tan esperable, o lo que no queríamos ver, fue la lamentable situación del sistema sanitario español para responder a esta crisis. Así, a las consecuencias predecibles de la pandemia hay que sumar las derivadas del colapso de la atención sanitaria, especialmente en Atención Primaria de Salud (APS). La APS juega un papel fundamental en la atención a la salud mental como elemento crucial para la detección, derivación y tratamiento de los trastornos psiquiátricos en general, y para la atención de los trastornos mentales comunes. Dos años de funcionamiento al límite por los requerimientos de la pandemia, más el aumento de casos por la misma, han terminado por desbordarse y repercutir gravemente en la red de salud mental, que en un primer momento parecía estar a salvo. El efecto dominó continua con el aumento de las listas de espera, la utilización excesiva de los servicios de urgencias, etc. Como datos significativos, hay que recordar que España invierte en salud mental el 5% del gasto sanitario, en contraste con el 7% de media de la Unión Europea, y que las cifras de profesionales sanitarios nos sitúan claramente en el furgón de cola. Por ejemplo, según los datos de Eurostat, España cuenta con 10,9 psiquiatras por 100.000 habitantes, por encima solo de Bulgaria y Polonia en Europa, muy lejos de los 27,4 psiquiatras por 100.000 habitantes de Alemania. Los datos de otras profesiones, como psicólogos clínicos o enfermeras especializadas en salud mental, son similares.
Por otra parte, en estas situaciones de crisis social y económica es importante no atribuir todo el sufrimiento emocional a los trastornos mentales, contribuyendo a la medicalización y psicologización de la población. Con este enfoque se corre el riesgo de magnificar la «epidemia de salud mental», diagnosticándose como depresión o ansiedad manifestaciones emocionales y sociales relacionadas con situaciones socioeconómicas graves que remitirían si estas se resolviesen.
Esta situación no es fácilmente reversible ya que es fruto de décadas de desidia. Por desgracia, tenemos experiencia de cómo se posterga la priorización que corresponde a la salud mental en favor de otras necesidades consideradas más perentorias. La reciente publicación de la Estrategia de Salud Mental3, con más de 8 años de retraso, aun con sus limitaciones y la infradotación presupuestaria, permite al menos iniciar un debate profundo sobre la salud mental en nuestro país y cómo invertir acertadamente los recursos –siempre demasiado escasos– de que disponemos.
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